ménage à trois
Updated: Dec 1, 2020
Aquest exercici va ser el primer que vam proposar al Club de Hescritura i consta de diverses fases. La primera setmana cadascú de nosaltres vam escriure una carta d'amor. La setmana següent, una altra persona del grup donava resposta a aquella primera carta. Un cop teníem aquells dos personatges construïts, ens vam proposar escriure com seria una trobada entre ells. A mi em van arribar les cartes que van intercanviar la Sofia i la Marta, i jo em vaig encarregar de posar paraules a la seva cita. En aquesta entrada us comparteixo la història d'amor que hem escrit a tres bandes.
Carta 1 (Sofía > Marta)
Querido:
Te me has aparecido en un sueño y aunque no quiera, porque aún llevo dentro los gritos de la puta ruptura, me recojo las vísceras y te escribo. Te escribo algo de amor.
Aunque me digo racionalmente que no te echo de menos, que los viernes ahora molan menos pero que me da igual, que tomo café sola y que no pasa nada, no es así. Me vienen tus labios carnosos a punto de explotar y me tiemblan las piernas aún. Incluso me tiemblan las piernas en los sueños, como me temblaron ayer.
Querido, yo te dije que no te quería volver a ver, que te fuera bien en la vida y aunque sigo deseándote lo mismo, ya te recuerdo en color sepia, como un fantasma, se te va el color y me digo racionalmente de nuevo que el color se te irá y que ya no aparecerás en aquel café donde nos tomamos el primero. Tú no me aguantabas la mirada y yo no sabía si eras muy puritano o qué.
Te acepto en color sepia, te me quedas en el regusto de aquel café, de aquel beso inabordable en el que tenía que trepar por tus labios. Treparemos por otros, ahora.
Que siempre, siempre te vaya bien.
Carta 2 (Marta > Sofía)
Querida Sofía:
Justo hoy leo tu carta. Aunque no firmaras con tu nombre, ¿cómo olvidar tu letra?
A los pocos meses de vernos por última vez, dejé la que conociste como mi casa. Demasiados recuerdos, y quise huir de la nostalgia. Todos se quedaron allí: las tazas de café, las flores artificiales, Las Aventuras de Tom Sawyer, y el cojín amarillo. ¿Te acuerdas? Ya hace ocho años, pero como si fueran minutos.
Sofía, si no llego a pasar otra vez por delante de aquella puerta, si no llego a reunir el valor para pedir a sus actuales inquilinos que me dejaran echar un vistazo, nunca me hubiesen dicho que llevaban años guardando tu carta. Porque por dejar no dejaste ni mi nombre.
Ojalá me hubieses llamado, o escrito un WhatsApp. Te hubiese sorprendido mi respuesta. Me fui tan convencido de tus negativas, que ya no quise molestarte más. Pero, la verdad, te hubiese dicho entonces lo mismo que te diría ahora: no he sabido olvidarte.
Supongo que ya es tarde. Claro que es tarde. Ya no sé ni dónde vives, o si vives si quiera. Qué macabro esto último, perdona, pero es que uno no puede evitar preguntarse. Tampoco sé dónde enviar estas palabras, aunque, ¿sabes qué? Estoy pensando en publicar un libro. Siempre me animaste a hacerlo, y ahora pienso, que quizás así me encuentres. Y quizás así las leas.
Que siempre, siempre te vaya bien.
Café para dos (Jordi)
Habían pasado veinte años desde su último y fatídico encuentro.
Ella le había gritado.
Él había llorado.
Ella se había arrepentido.
Él se había repuesto.
A su manera, ambos habían rehecho sus vidas; tomado las riendas de sendas existencias. Con el tiempo, habían aprendido a conducir siempre por el carril del centro, ignorando que en los márgenes de la carretera seguían brotando flores de plástico; vestigios del amor que un día fue, de la casa que un día habitaron, del cojín amarillo que robaron en la biblioteca, de las tazas de café colombiano que compartieron.
A ella le parecía un poco ridículo el simulacro de bigote que él se había dejado crecer, pero no se atrevió a comentarlo por miedo a estropear el momento.
Él, en secreto, era consciente de lo grotesco que resultaba aquel flequillo de lianas cortas y despeinadas que pendía bajo su nariz.
Ella se levantó al oír el quejido de la cafetera sobre la placa de inducción.
Él aprovechó su soledad momentánea para tomar fotografías mentales de los olores que correteaban desnudos por el jardín.
En la cocina ella sonrió sin darse cuenta, asiendo la cafetera italiana con un trapo de cuadros porque el plástico que antes recubría el asa se había fundido en un descuido.
Él se miró las manos; supo que revelaban al mundo sus secretos más íntimos. Advirtió que las flores nacidas en los márgenes de su autopista habían cobrado vida, como Pinocho, y fagocitaban lentamente la costra de asfalto hirviente por la que vagabundeaba.
Ella se paró frente al ventanal que daba al jardín; sujetaba una bandeja en la que llevaba la cafetera, dos tacitas, dos cucharas y un azucarero. Sin previo aviso, dio un volantazo a la derecha para incorporarse a un camino de tierra virgen.
Ella sirvió el café.
Él se puso azúcar.
Al primer sorbo, como un acto reflejo, él dijo:
—Nadie sabe hacerlo como tú.
Ella puntualizó:
—No soy yo; me llevé tu cafetera.
De nuevo el silencio.
Él no le reprochó que lo echara a patadas de su vida.
Ella no le recriminó que hablara mal de ella en su libro.
Entre los dos tenían casi noventa años y muchas ganas de abrazarse.
Y no hizo falta nada más.
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